Décimocuarto Domingo en tiempo ordinario – Año C
VENGO A OFRECERTE LA PAZ
Introducción
“No tengo paz” es la confidencia que más de uno nos ha hecho en momentos de particular desaliento. Quizás la amiga que ha interrumpido una maternidad no deseada, o el cónyuge envuelto en otra relación afectiva inmanejable, o el vecino de casa atormentado por el deseo de vengarse de un agravio sufrido e imposibilitado de hacerlo, o la mujer de la calle humillada y explotada.
“No tengo paz” gritarían los responsables de crímenes, de guerras, de compra-venta de instrumentos de muerte si no estuvieran aturdidos por el dinero o el poder. “No tengo paz” repetiría quien se dedica a actividades inmorales, quien comete injusticias, pero sigue adelante con la mente obnubilada por el éxito, por el dinero, por las mentiras de los aduladores.
Este es el mundo al que Jesús envía a sus discípulos no para condenar, para imprecar contra la corrupción y las malas costumbres o para amenazar con castigos divinos, sino para anunciar la paz que todos –la mayoría sin darse cuenta– van buscando desesperadamente. Considerando la realidad en que vivimos se necesita de verdad una gran fe para imaginar que es posible construir un mundo en que reine la paz. Es más fácil creer que Dios existe que mantener la esperanza en una paz universal. Y sin embargo, este es la misión encomendada a los discípulos.
Los cristianos han intentado construir la paz, pero no siempre con los métodos sugeridos por el Maestro que los quería como “corderos en medio a los lobos”. Muchas veces han preferido recurrir a la fuerza, a la imposición, a la intolerancia; se han emborrachado de poder, como los reyes de este mundo. No siempre han caminado –pobres, mansos, indefensos– junto a las personas necesitadas de paz. Quien, como San Francisco de Asís, lo ha hecho tiene su nombre escrito en el cielo.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Quien cree en la paz verá las grandes obras del Señor”.
Primera Lectura: Isaías 66,10-14c
10Festejen a Jerusalén, gocen con ella, todos los que la aman; alégrense de su alegría los que por ella estaban de duelo; 11mamarán de sus pechos y se saciarán de sus consuelos, y saborearán las delicias de sus pechos abundantes. 12Porque así dice el Señor: “Yo haré correr hacia ella, como un río, la paz; como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Ella los amamantará y los llevará en brazos, y sobre las rodillas los acariciará; 13como a un niño a quien su madre consuela, así los consolaré yo. 14Al verlo se alegrará su corazón y sus huesos florecerán como un prado; la mano del Señor se manifestará a sus siervos”.
Cinco siglos antes de Cristo, aparece en Babilonia, entre los exiliados, un profeta que, en nombre de Dios, anuncia un futuro glorioso. Exhorta a todos a regresar a la tierra de sus padres prometiendo prosperidad, salud y paz. Algunos le creen, pero terminan desilusionados. Muchos años después de su regreso a la tierra de sus padres deben admitir que la profecía no se había cumplido. La gente vive en condiciones miserables: los campos son ocupados por explotadores y los pobres no poseen ni casa, ni vestido, ni comida.
Hay razones para el escepticismo. A este pueblo presa de desaliento es enviado otro profeta que pronuncia las palabras de consuelo que encontramos en la lectura de hoy. Éste invita al pueblo a alegrarse, a exultar, a dar rienda suelta a la alegría porque el luto ha terminado (v. 10). Jerusalén será como una madre que amamanta a sus hijos, los lleva en brazos, los acaricia, les hace mamar de su leche. La prosperidad y la riqueza, les asegura, se derramarán sobre la tierra de Israel como un río en plena crecida (vv. 11-12).
A este punto, quien lo está escuchando piensa: ¡Aquí tenemos a otro charlatán! Estamos hartos de escuchar promesas falsas, queremos hechos. Es necesario un cambio radical de la situación. El profeta está al corriente de estas objeciones, pero continúa: el Señor los consolará, se comportará como una madre que consuela a su hijo; “al verlo se alegrará su corazón y sus huesos florecerán como un prado” (vv. 13-14).
Es verdad que la situación sigue siendo desastrosa, pero es posible vislumbrar ya alguna señal del mundo nuevo que ha comenzado.
Segunda lectura: Gálatas 6,14-18
14Hermanos, lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme, si no es de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo. 15Estar o no estar circuncidado no tiene ninguna importancia; lo que importa es ser una nueva criatura. 16Paz y misericordia para todos los que siguen esta norma, y para el Israel de Dios. 17En adelante no quiero que nadie me cause más dificultades; ya llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. 18Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo permanezca con ustedes. Amén.
Pablo ha llegado al final de su Carta y, en pocas palabras, resume el tema que ha venido tratando. Dice: mis adversarios, aquellos que siguen apegados a las tradiciones de los antiguos, se glorían de llevar en la propia carne la señal de la circuncisión y, cuando logran que alguien los imite, no paran de vanagloriarse (cf. Gál 6,13). “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme, si no es de la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (v. 14). No es una señal exterior lo que caracteriza al discípulo, sino la semejanza con el Maestro que ha dado su vida por Amor. Esta elección lo convierte en una criatura nueva.
Pablo se asegura que, después de las explicaciones dadas, nadie más lo involucre en semejantes diatribas que tanto lo fastidian (v. 17). Él lleva en la propia carne las señales de los sufrimientos que ha soportado por Cristo. Se refiere a las numerosas tribulaciones, fatigas, peripecias, persecuciones que ha afrontado durante su misión. Escribiendo a los corintios hace un elenco dramático de ellas (cf. 2 Cor 11,23-38).
La Carta a los Gálatas ha comenzado de modo brusco. Dejándose de cumplidos, Pablo entra en tema con palabras duras y polémicas: “Me maravillo de que tan pronto hayan dejado al que los llamó…para pasarse a una buena noticia distinta” (Gál 1,6).
La conclusión, sin embargo, es dulce, conciliadora, pacata: “Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo permanezca con ustedes” (18). Se adivina la convicción del Apóstol de haber logrado hacer inofensivos a los “falsos hermanos” que perturban a los cristianos de Galacia.
Evangelio: Lucas 10,1-12.17-20
1En aquel tiempo designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y lugares adonde pensaba ir. 2Les decía: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los campos que envíe trabajadores para su cosecha. 3Vayan, que yo los envío como ovejas entre lobos. 4No lleven bolsa ni alforja ni sandalias. Por el camino no saluden a nadie. 5Cuando entren en una casa, digan primero: «Paz a esta casa». 6Si hay allí alguno digno de paz, la paz descansará sobre él. De lo contrario, la paz regresará a ustedes. 7Quédense en esa casa, comiendo y bebiendo lo que haya; porque el trabajador tiene derecho a su salario. No vayan de casa en casa. 8Si entran en una ciudad y los reciben, coman de lo que les sirvan. 9Sanen a los enfermos que haya y digan a la gente: «El reino de Dios ha llegado a ustedes». 10Si entran en una ciudad y no los reciben, salgan a las calles y digan: 11«Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies lo sacudimos y se lo devolvemos. Con todo, sepan que ha llegado el reino de Dios». 12Les digo que aquel día la suerte de Sodoma será menos rigurosa que la de aquella ciudad”. 17Volvieron los setenta y dos muy contentos y dijeron: “Señor, en tu nombre hasta los demonios se nos sometían”. 18Les contestó: “Estaba viendo a Satanás caer como un rayo del cielo. 19Miren, les he dado poder para pisotear serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada los dañará. 20Con todo, no se alegren de que los espíritus se les sometan sino de que sus nombres están escritos en el cielo”.
“Designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante de dos en dos a todas las ciudades y lugares donde pensaba ir” (v. 1). Así comienza el evangelio de hoy y esta información es bastante sorprendente porque, poco antes, Jesús envía a los doce apóstoles a anunciar el reino de Dios y a sanar a los enfermos recomendándoles no llevar nada consigo: “ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero ni dos túnicas…”(Lc 9,1-6). ¿Quiénes son ahora estos setenta y dos que aparecen de improviso y que no serán recordados más? Una misión extraña la de ellos porque es difícil imaginar a Jesús yendo detrás de 36 pares de discípulos (¡nada menos!) encargados de prepararles el terreno.
Se trata del relato de una iniciativa apostólica emprendida por Jesús y releída por el evangelista en función de la catequesis que quiere impartir a su comunidad. Estamos en Asia Menor en la segunda mitad del siglo I. A pesar de las dificultades y persecuciones, los cristianos continúan empeñándose en anunciar el Evangelio; sin embargo, son muchas las preguntas que se plantean: ¿Revela Dios su Evangelio mediante visiones, sueños, apariciones o es necesario que alguien lo proclame? ¿El mensaje de Salvación está destinado a todos o reservado a algunos privilegiados? ¿Qué método debemos usar para convencer a las personas de que lo acepten? ¿Cómo presentarnos ante la gente y qué tenemos que decirles? ¿Bastarán las palabras o son necesarias las señales? ¿Qué hacer si somos rechazados? ¿Se verá nuestra tarea coronada por el éxito?
A estas preguntas Lucas responde narrando un envío misionero de discípulos. No se trata de un reportaje, de una crónica, sino de un texto teológico en el que también son empleados artificios literarios. El número 72 es ciertamente simbólico. Refiriéndonos al elenco que se encuentra en Génesis 10, los antiguos habían establecido que los pueblos del mundo eran 70 o 72. En el día de la Fiesta de las Tiendas, se inmolaban en el templo de Jerusalén 70 toros para implorar del Señor la conversión de cada una de las naciones paganas.
En las comunidades de Lucas los cristianos de origen pagano tienen la necesidad de superar los complejos de inferioridad que algunos experimentan frente a los hijos de Abrahán tanto como de poner fin a toda discriminación introducida por estos según el origen étnico, las tradiciones culturales, la posición social, el temperamento, el carácter, las costumbres, el estilo de vida de cada uno. Diciendo que Jesús ha enviado a 72 discípulos (v. 1), el evangelista quiere afirmar que la Salvación no es un privilegio reservado a algunos solamente, sino que está destinada a todos sin excluir a nadie.
Los mensajeros son enviados de dos en dos. Esto indica que el anuncio del Evangelio no es dejado a la inventiva y criterio individuales, sino que es tarea de la comunidad. Quien habla en nombre de Cristo no actúa de modo independiente; está en comunión con sus hermanos de fe. Los primeros misioneros –Pedro y Juan (cf. Hch 8,14), Bernabé y Pablo (cf. Hch 13,1)– no solo iban de dos en dos, sino que eran “enviados” y se sentían representantes de sus comunidades.
El objetivo del envío: preparar las ciudades y los pueblos para la venida del Señor. Jesús llega después de sus mensajeros, no antes. La tarea confiada a todo apóstol no es la de presentarse a sí mismo sino la de disponer las mentes y los corazones de las personas para recibir a Cristo en sus vidas.
Los misioneros deben prepararse para cumplir esta misión. Jesús sugiere el modo de hacerlo: “Rueguen al dueño de los campos” (v. 2). La oración no tiene como objetivo convencer a Dios de enviar “trabajadores para su cosecha” (esto no tendría ningún sentido), sino que tiene el fin de transformar al discípulo en apóstol. Le da equilibrio, buena disposición, paz interior; lo libra del orgullo, de la presunción; lo hace capaz de superar oposiciones, desilusiones y fracasos; le revela, paso a paso, la voluntad y el deseo del “dueño de la cosecha”.
El lobo es símbolo de la violencia, de la arrogancia. El cordero significa la mansedumbre, la debilidad, la fragilidad; puede escaparse de la agresión del lobo solamente si el pastor interviene en su defensa.
Los rabinos decían que el pueblo de Israel era un cordero rodeado de setenta lobos (los pueblos paganos) dispuestos a devorarlo. Jesús aplica esta semejanza a sus discípulos: dice que deben comportarse como corderos (v. 3). Es, pues necesario que vigilen para que no broten en sus corazones los sentimientos de los lobos: la ira, la codicia, el resentimiento, la voluntad de prevalecer y de prevaricar. Estos sentimientos llevan, de hecho, a cometer actos de lobos: el abuso de poder, las agresiones, la violencia, las ofensas, las mentiras. La historia de la Iglesia está ahí para probar que, cuando los cristianos se transforman en lobos, han fracasado siempre en su misión.
“Comportarse como lobos” puede dar resultado en algunos momentos, pero se trata de un éxito efímero y, de todas formas…; Jesús ha salvado el mundo comportándose como cordero, no como lobo.
La elección de los medios para la misión está en sintonía con la imagen del cordero débil e indefenso (v. 4). Jesús los enumera de manera negativa: ni dinero, ni alforja, ni sandalias. Un movimiento político o una ideología necesitan de instrumentos eficaces para imponerse: el dinero, las armas, el apoyo de personas influyentes. El apóstol debe resistir a la tentación de recurrir a estos medios para difundir el Evangelio y para construir el reino de Dios. La Iglesia pierde credibilidad cuando quiere competir con los poderes políticos y económicos. Quien no sabe renunciar a estas seguridades humanas, quien no tiene el coraje de poner toda su confianza únicamente en la fuerza de la Palabra que anuncia y en la protección del Pastor, no será reconocido como testigo de reino, compuesto solamente por corderos.
Los discípulos “no deben saludar a nadie por el camino” (v. 4). No se trata, evidentemente, de una disposición para ser tomada al pie de la letra sino de una indicación que pone de relieve la importancia de la misión. Cuando llegue el momento justo de hablar de Cristo, ¿por dónde hay que comenzar? Los mensajes que los no creyentes han recibido mayoritariamente de los cristianos han sido los relativos a ciertas exigencias morales: la inadmisibilidad del divorcio, la obligación de participar de la celebración eucarística los días de precepto, el respeto y sumisión a la jerarquía eclesiástica, los castigos de Dios para quien no observa los Mandamientos… ¿Serán estos argumentos los que deben constituir el contenido del Anuncio? Absolutamente no.
El Evangelio es una bella noticia. Éstas son las palabras con que el discípulo debe presentarse: “He venido para anunciar la paz; te traigo la paz, a ti, a tu familia, a tu casa” (v. 5). Éste es un anuncio que conforta, suscita asombro, esperanza, alegría. Si entre quienes lo escuchan se encuentra un “hijo de la paz”, si hay alguien dispuesto a abrir el propio corazón a Cristo, sobre él descenderá la paz, la plenitud de vida y de bondad (v. 6).
Para mostrar su gratitud, quien ha escuchado el Anuncio podría invitar al misionero a su casa y ofrecerle su pan (v. 7). Que el apóstol, recomienda Jesús, reciba la invitación sin pretensiones, se contente con la comida frugal que le ofrecen y se adapte a los usos y costumbres de quien lo hospeda sin mirar con sospecha sus hábitos y tradiciones. Que no tenga miedo de contaminarse a causa de los alimentos, porque ningún alimento y ninguna criatura son impuros (v.8). Esta instrucción era de gran utilidad en tiempos de Lucas cuando muchos evitaban compartir la comida con los paganos (cf. Gál 2,11-14; Hch 11, 2-3; 1 Cor 10,27).
¿En qué consiste la obra de la evangelización? ¿Basta el Anuncio o debe ser confirmado por señales? Las palabras de Jesús deben ir acompañadas por gestos concretos de caridad: sanación de los enfermos, asistencia a los pobres (v.9). Donde no se note ningún cambio, ninguna transformación del hombre y de la sociedad, el reino de Dios no ha llegado todavía.
El Evangelio puede ser recibido, pero también rechazado. ¿Cómo comportarse cuando nos debamos enfrentar con la oposición? Lo aclara Jesús: vayan los misioneros a la plaza pública y, ante toda la gente, sacudan el polvo de sus pies. Sodoma y Gomorra serán tratadas con menor severidad que aquella ciudad (vv. 10-12). Son palabras duras de comprender y más aún de aceptar. Tomadas literalmente, contradicen el resto del Evangelio. Baste pensar en la reacción de Jesús contra Santiago y Juan cuando querían hacer descender fuego del cielo sobre los samaritanos (cf. Lc 9,55).
Dios no se enoja, no se venga, no castiga a quien no recibe su Palabra. Él es solo bondad y misericordia y ama siempre y sin condiciones. Jesús emplea aquí el lenguaje y las imágenes de su pueblo. Habla de los castigos de Dios para indicar las consecuencias desastrosas que lleva consigo el rechazo del Evangelio. Quien no acepta su Palabra se hace responsable de la propia infelicidad, se priva de la paz. Es significativo que la escena amenazadora del juicio pronunciado por los evangelizadores sobre la ciudad concluya, de todas formas, con una palabra de Salvación: “Con todo, sepan que ha llegado el reino de Dios”.
Cumplida su misión, los 72 regresan llenos de alegría y refieren a Jesús los resultados obtenidos. Éste responde: “Estaba viendo a Satanás caer como un rayo del cielo” (v.18). Cuando la Biblia habla de Satanás no se refiere a ese ser despreciable y deforme que es todavía representado en algunas pinturas. Se refiere a las fuerzas del mal: el odio, la violencia, la injusticia, el orgullo, el apego al dinero, las pasiones desenfrenadas...
Diciendo que Satanás ha caído del cielo, Jesús anuncia la victoria imparable ya. Con la proclamación del Evangelio, el reino del mal ha comenzado a desintegrarse. Después continúa: “Les he dado poder para pisotear serpientes y escorpiones y para vencer toda la fuerza del enemigo, y nada los dañará” (v. 19). He aquí otra imagen bíblica. Como Satanás, las serpientes y los escorpiones son símbolos del mal (cf. Gén 3,15; Sal 91,13). Jesús no promete que sus enviados estarán libres de oposiciones y dificultades. Habrá animales peligrosos, pero serán “pisoteados” por el discípulo.
Las palabras del Maestro parecen sugerir la idea de una victoria fácil, fulgurante (como un rayo); parecen reducir a un cómodo paseo la larga marcha que conduce a la humanidad hacia el reino de Dios. La realidad, lo constatamos cada día, no es tan simple ni tan alegre.
El mal reacciona de manera dura y violenta. Basta pensar cuánto cuesta, por ejemplo, vencer un vicio, superar un mal hábito o cómo continúan triunfando en el mundo los astutos, los poderosos, los corrompidos. Pero Jesús, que mira al resultado final, constata que el mal ha perdido ya su vigor. Estas palabras suenan a condena del pesimismo; desmienten a quien no sabe otra cosa que lamentarse y repetir desconsolado que el mundo va de mal en peor.
Quien se fía de Cristo y de su Palabra tiene su nombre escrito en el cielo, es decir, ha entrado a formar parte del reino de Dios (20). Es ésta la razón de la alegría que siente y que anuncia a todos. Aun cuando admita que los éxitos son limitados y fatigosos y que el camino es todavía largo, se alegra porque ya vislumbra la meta.