Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo – Año C
INVITADOS AL BANQUETE DE LA PALABRA Y EL PAN
Introducción
Jesús no nos ha dejado una estatua suya, una fotografía, una reliquia. Ha querido seguir estando presente entre sus discípulos como alimento. El alimento no se coloca en la mesa para ser contemplado sino consumido. Los cristianos que van a misa, pero no se acercan a la Comunión deben tomar conciencia para participar plenamente en la celebración eucarística.
El alimento se convierte en parte de nosotros mismos. Comiendo el Cuerpo y bebiendo la Sangre de Cristo aceptamos su invitación a identificarnos con Él. Decimos a Dios y a la comunidad que intentamos formar con Cristo un solo Cuerpo, que deseamos asimilar su gesto de Amor y que queremos entregar nuestra vida a los hermanos, como Él ha hecho. Esta elección comprometida no la hacemos solos sino junto con toda la comunidad. La Eucaristía no es un alimento para consumirlo en soledad: es Pan partido y compartido entre hermanos. No es concebible que, por una parte, se realice en medio de la comunidad el gesto que indica unidad, compartir, igualdad, don mutuo y, por otra, se perpetúen los malentendidos, los odios, los celos, la acumulación de bienes, la opresión al interior de esa misma comunidad.
Una comunidad que celebra el rito de “partir el Pan” en estas condiciones indignas come y bebe, como dice Pablo, su propia condenación (1 Cor 11,28-29). Es una comunidad que hace del sacramento una mentira. Es como una joven que, sonriendo, acepta del novio el anillo, símbolo de la unión de un amor indisoluble y, al mismo tiempo, lo traiciona con otros amantes.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“La Eucaristía me hace consciente de toda clase de hambres de nuestros hermanos: hambre de pan, hambre de amor, hambre de comprensión, hambre de perdón y, sobre todo, hambre de Dios”.
Primera Lectura: Génesis 14,18-20
18Melquisedec, rey de Salén, sacerdote de Dios Altísimo, trajo pan y vino, 19y lo bendijo diciendo: “Bendito sea Abrán por el Dios Altísimo, Creador de cielo y tierra; 20 bendito sea el Dios Altísimo, que te ha entregado tus enemigos”. Y Abrán le dio la décima parte de todo lo que llevaba.
El capítulo 14 del libro del Génesis del que se ha tomado la lectura de hoy es bastante peculiar: presenta a Abrahán en el papel insólito de un valeroso guerrero. El patriarca se encuentra en la zona de las Encinas de Mambré, en las cercanías del Hebrón, cuando se entera de que algunos reyes de Oriente tomaron prisionero a su sobrino Lot. Inmediatamente organiza a sus hombres expertos en armas, persigue a los secuestradores hasta Dan, extremo norte de Palestina, cae sobre ellos, los derrota y recupera todo el botín, incluido Lot, sus bienes, sus mujeres y su gente.
En el camino de regreso, pasa junto a la ciudad de Salem (Jerusalén) donde reina Melquisedec. Éste, que es rey y sacerdote del Dios altísimo, cuando se entera de que Abrahán se está acercando, sale de la ciudad y le ofrece pan y vino; después lo bendice invocando el nombre de su Dios.
Para captar el mensaje del pasaje hay que tener presente que, en tiempos de Abrahán, Jerusalén era una ciudad habitada por un pueblo pagano y como tal siguió por muchos siglos hasta que, hacia el año 1000 a.C., David la conquistó y la convirtió en capital de su reino. En el tiempo en que este episodio fue puesto por escrito (más de mil años después de los hechos), los israelitas no miraban con simpatía ni a Jerusalén, ni a su rey, ni a su corte y pagaban las tasas de mala gana. Con habilidad cortesana, el autor del pasaje intenta, citando el ejemplo de Abrahán (v. 10), persuadirlos de someterse al rey de Jerusalén y pagarle dos diezmos (sin protestar tanto). He puesto de relieve esta curiosa estratagema del escriba para mostrar cómo, a veces, Dios se sirve de las motivaciones menos nobles de los hombres para introducir en la Biblia un relato precioso por estar cargado de simbolismos religiosos.
No ha sido solamente para convencer a los israelitas de pagar las tasas que el autor sagrado ha recordado el comportamiento devoto y humilde de Abrahán ante el rey de Salem, sino que ha querido enseñar, sobre todo, que no hay que mirar con hostilidad a los extranjeros. Dios ha dejado claro muchas veces que no se revela solamente a los israelitas sino también a gentes de otros pueblos. Melquisedec era un cananeo, un pagano y, sin embargo, rendía ya culto a Dios altísimo, Creador del cielo y de la tierra. Ante él, el mismo patriarca Abrahán ha realizado un gesto sorprendente: se ha inclinado y ha recibido la bendición. En ninguna otra parte del Antiguo Testamento, un ministro de culto pagano ha sido tratado con tanto respeto y simpatía.
Este pasaje del libro del Génesis ha sido seleccionado como primera lectura por sus obvias referencias a la fiesta de hoy. Ante todo, Melquisedec ha sido siempre considerado por los cristianos como una figura de Cristo y de los sacerdotes de la Nueva Alianza, los cuales ofrecen sobre el altar el pan y el vino. Hay otros elementos que vinculan con la Eucaristía el gesto realizado por este rey-sacerdote: ha compartido su pan y su vino con quien tenía hambre y su comportamiento generoso es una llamada a compartir los bienes con los hermanos.
Es significativo, finalmente, que el pan y el vino de Melquisedec sean consumidos juntamente por dos pueblos: el pagano de Salem y el pueblo elegido de los hijos de Abrahán, los judíos. Es como si estos dos pueblos –a pesar de estar tan distanciados uno de otro desde el punto de vista político, cultural y religioso– se hubieran dado cita alrededor de una única mesa. Es una imagen de cuanto ocurre en la comunidad cristiana que se reúne para partir el Pan eucarístico: el encuentro, la mutua bienvenida, el compartir y el intercambio recíproco de bendiciones.
Segunda lectura: 1 Cor 11,23-26
23Yo, Pablo, recibí del Señor lo que les transmití: que el Señor, la noche que era entregado, tomó pan, 24dando gracias lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”. 25De la misma manera, después de cenar, tomó la copa y dijo: “Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que la beban háganlo en memoria mía. 26 Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que vuelva”.
Para entender este importante pasaje es necesario aclarar el motivo por el que Pablo introduce en su Carta el tema de la institución de la Eucaristía. Después trataremos de interpretar el significado del gesto de Jesús. Hay serios problemas en Corinto: libertinaje sexual, desórdenes, envidias, borracheras y, lo que es peor, discordias entre hermanos. Han surgido bandos contrapuestos, no hay acuerdo sobre asuntos de moralidad, se acepta como normal la división de clases entre ricos y pobres, entre nobles y plebeyos. Las divisiones son siempre dañinas, pero cuando se manifiesta justamente mientras se celebra la Eucaristía se convierten en escandalosas.
En Corinto, los cristianos suelen tener una comida juntos, como verdaderos hermanos, antes de celebrar la santa cena. Saben muy bien que, para partir dignamente el Pan eucarístico, es necesario compartir antes el pan material. La santa cena se celebra no en iglesias, como entre nosotros, sino en casas privadas puestas a disposición por miembros pudientes de la comunidad.
Entonces ocurre que el grupo de los ricos, los dueños, los nobles –que no trabajan sino que hacen trabajar a sus siervos– se citan a una hora temprana, pasado el mediodía, en la residencia de uno de ellos, se pasean por el jardín, se acomodan sobre los divanes y comienzan a atracarse de comida. Cuando, caída la tarde, van llegando los hermanos de fe cansados de trabajar –son los que pertenecen a las clases más humildes: campesinos, jornaleros, cargadores del puerto– los ricos los reciben con burlas y bromas poco respetuosas. Después, sin darse cuenta de la situación penosa que se ha creado, comienzan a celebrar la Eucaristía.
Para mostrar lo absurdo de un tal comportamiento, Pablo recuerda a los corintios cómo Jesús instituyó la Eucaristía. Las experiencias más profundas, los mensajes más significativos son difíciles de traducir en palabras. Para poder comunicarlos de manera convincente recurrimos a los gestos. Con una mirada dulce expresamos la ternura, con un largo apretón de manos expresamos el total acuerdo con un amigo, con un abrazo nos reconciliamos con un hermano, con gesto agrio y desabrido damos rienda suelta a la ira incontenible.
¿Es posible resumir en un solo gesto toda la vida, toda la obra, toda la persona de Jesús? Sí, es posible, y el gesto ha sido realizado por Él en la víspera de su Pasión. Durante la Última Cena tomó el pan, lo partió y dijo: “Esto es mi Cuerpo roto”. Después tomó el vino y dijo: “Esta es mi Sangre derramada por todos”. Quería decir a sus discípulos: Toda mi existencia ha sido un don para los demás; no he reservado para mí ni un instante de mi vida, ni una célula de mi cuerpo, ni una gota de mi sangre. Todo lo he ofrecido, todo lo he dado. Cada vez que, a invitación del Señor, la comunidad cristiana parte el Pan eucarístico, representa a Jesús que entrega su vida por Amor. ¿Cómo pueden los corintios, se pregunta Pablo, repetir este gesto que indica sacrificio y don de vida, unión a Cristo y a los hermanos y, después, fomentar divisiones, cultivar discordias, perpetuar desigualdades?
Viendo la vida no siempre coherente de nuestras comunidades cristianas, quizás nos hayamos preguntado en alguna ocasión cómo se continúa celebrando la eucaristía en ciertas situaciones. Y es una perplejidad legítima. Sin embargo, conviene recordar que el Pan eucarístico es un don, no un premio merecido y reservado a los buenos. Es un alimento ofrecido a los pecadores, no a los justos (porque ninguno es justo). Aunque nos reconozcamos indignos, debemos continuar acercándonos al banquete eucarístico que nos recuerda nuestra condición de pecadores y nos estimula a ser lo que todavía no somos: pan partido y vino derramado para los hermanos.
Evangelio: Lucas 9,11b-17
11Jesús recibió a la multitud y les hablaba del reino de Dios y sanaba a los que lo necesitaban. 12Como caía la tarde, los Doce se acercaron a decirle: “Despide a la gente para que vayan a los pueblos y campos de los alrededores y busquen hospedaje y comida; porque aquí estamos en un lugar despoblado”. 13Les contestó: “Denle ustedes de comer”. Ellos contestaron: “No tenemos más que cinco panes y dos pescados; a no ser que vayamos nosotros a comprar comida para toda esa gente”. 14Los varones eran unos cinco mil. Él dijo a los discípulos: “Háganlos sentar en grupos de cincuenta”. 15Así lo hicieron y se sentaron todos. 16Entonces tomó los cinco panes y los dos pescados, alzó la vista al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. 17Comieron todos y quedaron satisfechos, y recogieron los trozos sobrantes en doce canastas.
Hay muchos modos de explicar qué es la Eucaristía. Pablo selecciona uno: narra, como hemos visto, su institución durante la Última Cena. Lucas elige otro: toma un episodio de la vida de Jesús, el de la multiplicación de los panes, y lo relee desde una óptica eucarística. Es decir, lo utiliza para hacer comprender a los cristianos de sus comunidades qué significado tiene el gesto de partir el pan que ellos repiten regularmente, todas las semanas, en el día del Señor.
Si el pasaje del evangelio de hoy se lee como crónica detallada de un hecho, nos encontraremos con una serie de dificultades: no se comprende, en primer lugar, qué hacen cinco mil hombres en un lugar desierto (v. 12), ni sabemos de dónde pudo venir tanta gente (v. 14). Es asimismo extraño que también los peces sean despedazados (v. 16) o de dónde salieron las doce cestas para las sobras… ¿Las trajo vacías la gente? La comida, por otra parte, ha tenido lugar al caer de la tarde (v. 12) y uno se pregunta cómo se las arreglarían los Doce, en la oscuridad, para poner orden entre tanta gente y repartirles después los panes y los peces.
Evidentemente no estamos ante un reportaje y carece, por tanto, de sentido preguntarse cómo sucedieron exactamente los hechos porque es difícil establecerlo. El evangelista ha desarrollado una reflexión teológica tendiendo como trasfondo un acontecimiento de la vida de Jesús. A nosotros, más que saber lo que pasó, nos interesa captar el mensaje que quiere transmitirnos.
La primera clave de lectura que proponemos es el Antiguo Testamento. Los cristianos de las comunidades de Lucas estaban habituados al lenguaje bíblico y captaban inmediatamente las alusiones, que se nos escapan a nosotros, a hechos, textos, expresiones, personajes del Antiguo Testamento. El relato de la distribución de los panes evocaba en ellos:
- El relato del maná, el alimento dado milagrosamente por Dios a su pueblo en el desierto (cf. Éx 16; Núm 11). También el Pan dado por Jesús viene del cielo.
- La profecía hecha a Moisés: “El Señor tu Dios te suscitará un profeta como yo, lo hará surgir entre ustedes, de entre sus hermanos; y es a Él a quien escucharán (Deut 18,15). Jesús, que repite uno de los signos realizados por Moisés, es ese profeta esperado.
- Las palabras de Isaías: “¿Por qué gastan el dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no deja satisfecho? Escúchenme atentos y comerán bien, se deleitarán con platos substanciosos. Busquen al Señor mientras se deje encontrar; llámenlo mientras está cerca” (Is 55,1-2.6).
- La multiplicación de los panes realizada por Eliseo (cf. 2 Re 4,42-44). El milagro realizado por Jesús parece ser una fotocopia a gran escala del milagro de Eliseo.
Estas alusiones al Antiguo Testamento las subraya Lucas por su referencia a la celebración de la Eucaristía tal como se realizaba en sus comunidades. Comencemos por el primer versículo (v. 11) que, desafortunadamente, no viene completo en nuestro Leccionario. Retomemos la parte que falta: “Jesús los recibió (a la multitud) y les hablaba…”. Solo Lucas dice que, cuando la multitud llegó a Betsaida, “Jesús los recibió y les hablaba del reino de Dios”. Se ha retirado aparte con sus discípulos, buscando quizás un momento de quietud; pero la gente, necesitada de su palabra y de su ayuda, lo sigue hasta donde estaba y Él los recibe, les anuncia la Buena Noticia del reino de Dios y cura a los enfermos. Recibir significa prestar atención, dejarse envolver por las carencias de los demás, mostrar interés por sus necesidades materiales y espirituales.
En este primer versículo, la referencia a la celebración eucarística es evidente: la liturgia del día del Señor comienza siempre con el gesto del celebrante que recibe a la comunidad, le da la bienvenida, le desea paz y le anuncia el reino de Dios. Como Jesús, también el celebrante recibe a todos. Bienvenidos son los buenos y bienvenidos son los pecadores, los enfermos, los débiles, los excluidos, quienes buscan una palabra de esperanza y de perdón; a nadie se le cierra la puerta.
También Pablo, al concluir el capítulo sobre la Eucaristía del que se ha sacado el pasaje de la segunda lectura de hoy, recomienda esta bienvenida a los cristianos de Corinto: “Así, hermanos míos, cuando se reúnan para la cena, espérense unos a otros” (1 Cor 11,33). En el v.12 se indica la hora en la que Jesús distribuye su pan: caía la tarde.
‘Caía la tarde’ es una indicación preciosa y conmovedora al mismo tiempo. La encontramos también en el relato de los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros, dicen los discípulos al compañero de viaje, que se hace tarde y el día se acaba” (cf. Lc 24,29). Este detalle nos informa sobre la hora en que, el sábado por la tarde, se celebraba la Santa Cena en las comunidades de Lucas.
El lugar desierto (v. 12) tiene también un significado teológico: recuerda el camino del pueblo de Israel que, habiendo dejado la tierra de la esclavitud, se ha puesto en marcha hacia la tierra prometida siendo alimentado con el maná durante su travesía del desierto. La comunidad que celebra la Eucaristía está compuesta de caminantes que están realizando un éxodo. Han tenido el coraje de abandonar casas, ciudades, amigos, el estilo de vida que llevaban antes y están de camino para escuchar al Maestro y ser sanados por Él. Como Israel, se han adentrado en el desierto rumbo a la libertad. Otros, que también oyeron la voz del Señor, prefirieron quedarse donde estaban, no quisieron correr riesgos. Se privaron, desafortunadamente, del alimento que Jesús da a quien lo sigue.
Jesús ordena a los Doce dar de comer a la muchedumbre (vv. 12-14). La primera reacción de los Doce es de estupor, sorpresa, sensación de haber sido llamados para una tarea inmensa, absurda, imposible. Sugieren una propuesta que contradice el gesto de bienvenida con que Jesús ha recibido a la muchedumbre; los discípulos, en cambio, quieren deshacerse de la gente, enviarla a casa, alejarla, dispersarla…y que cada uno se las arregle como pueda.
No se dan cuenta del don que Jesús va a poner en sus manos: el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía. No comprenden que su bendición multiplicará al infinito este alimento que sacia todo hambre: el hambre de felicidad, de amor, de justicia, de paz, de descubrir el sentido de la vida, el ansia de un mundo nuevo. Se trata de carencias tan vitales e irrefrenables que, a veces, empujan a llenarse del alimento que no sacia, que incluso puede acentuar el hambre o provocar náusea. Por eso el Maestro insiste: el mundo está esperando alimento de ustedes: denles ustedes de comer.
Su Palabra es un pan que se multiplica milagrosamente: quien recibe el Evangelio alimentando con él la propia vida, quien asimila la Persona de Cristo comiendo Pan eucarístico, siente a su vez la necesidad de hacer participar a los demás del propio descubrimiento y de la propia alegría y de comenzar a distribuir, también ellos, el pan que ha saciado su hambre. Se inicia así un proceso imparable de compartir… y las doce cestas estarán siempre llenas y preparadas para recomenzar la distribución. Mientras más aumenten aquellos que se alimentan del Pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía, más se multiplica el pan distribuido a los hambrientos.
El v. 14 indica un detalle curioso: Jesús no quiere que su alimento sea consumido en solitario, cada uno por cuenta propia, como se hace en un auto-servicio. Tampoco hay que favorecer los grupos demasiado grandes porque las personas no se conocen entre sí, no pueden establecer relaciones de amistad, de ayuda mutua, de hermandad.
En tiempos de Lucas el número ideal de miembros de una comunidad era probablemente alrededor de cincuenta. Recordemos que, en los primeros siglos, la Eucaristía no se celebraba en iglesias (no se podían construir iglesias porque el cristianismo no estaba aún reconocido por el Imperio romano) sino en alguna sala grande (cf. Hech 2,46) de casas particulares, por lo que el número de participantes era necesariamente limitado. Podría ser que una de las razones de la pereza, frialdad, falta de iniciativa de algunas de nuestras comunidades cristianas de hoy sea precisamente el número elevado de participantes.
En el Nuevo Testamento solo Lucas usa, hasta cinco veces, el verbo griego kataklinein, “reclinarse a la mesa’” (v. 15). Señalaba la posición de los hombres libres cuando participaban de un banquete solemne. Los israelitas se reclinaban así alrededor de los alimentos de la cena pascual. Resulta impropio emplear este verbo en una situación como la descrita en el evangelio de hoy, es decir, referido a gente que se encuentra en el desierto, al aire libre y que habitualmente se sienta con las piernas cruzadas. Si Lucas emplea esta expresión, lo hace por un motivo teológico: para aludir a otra comida, a la de la comunidad cristiana sentada alrededor de la mesa eucarística conformada por personas libres.
La fórmula con que se describe la multiplicación de los panes nos es conocida: “Tomó los panes (y los pescados) alzó la vista al cielo, los bendijo, los partió y se los fue dando… (v. 16). Son estos también los gestos realizados por el sacerdote en la celebración de la Eucaristía (cf. Lc 22,19). Parece como si Lucas estuviera profanando un poco las palabras del acto sacramental, confundiendo las cosas de la tierra con las del cielo, las necesidades materiales con las del espíritu. ¿No es peligrosa para la fe esta ‘mezcolanza’ de materia y espíritu? Peligroso es justamente lo contrario: desligar la Eucaristía de la vida de los hombres, elevarla a las nubes. Son una mentira las Eucaristías que no celebran también el empeño concreto de toda una comunidad para que se multiplique el pan material, de modo que todos puedan comer y que aun sobre. La comunión de bienes está representada en la Eucaristía por el Ofertorio. Es éste el momento en que cada miembro de la comunidad presenta su oferta generosa para que sea distribuida entre los necesitados.
Nos preguntamos frecuentemente: ¿Qué ocurrió con los peces? Pues toda la atención parece concentrada en los panes. De hecho, también los peces son, extrañamente, ‘troceados’ y distribuidos juntamente con el pan (v. 16). En las comunidades del tiempo de Lucas el pez se había convertido en símbolo de Cristo. Las letras que componen la palabra griega ichthys (pez) se habían convertido en el acróstico «Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador». El pez es Jesús mismo convertido en alimento en la Eucaristía.