Decimoséptimo Domingo en tiempo ordinario – Año C
LA ORACIÓN, UNA LUCHA CON DIOS
Introducción
Los creyentes rezan, cualquiera sea la religión a la que pertenezcan. También los cristianos rezan. Rezan por quien está enfermo, por el que no encuentra trabajo, por el hijo que frecuenta malas compañías, por las familias con problemas. Piden a Dios que envíe la lluvia, bendiga las cosechas, proteja de las desventuras. Hoy, este tipo de oración es objeto de risa para algunos, deja indiferentes a otros y suscita no pocos interrogantes también entre los creyentes. ¿Por qué rezar a Dios, que ya conoce lo que necesitamos y está siempre dispuesto a darnos toda clase de bienes?
Ante las más fervorosas peticiones, sin embargo, Dios ordinariamente calla, deja que los acontecimientos sigan su curso aparentemente absurdo. Todo sigue como si Él no existiera y su inexplicable silencio nos hace exclamar: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 22,2).
El diálogo con Él asume también tonos dramáticos; se transforma en discusión, en disputa abierta. Jeremías le lanza una acusación casi blasfema: “Te me has vuelto arroyo engañoso de agua inconstante” (Jr 15,18), como un torrente que baja turbio en tiempos del deshielo cuando se deshace la nieve, pero que con el primer calor se seca y en verano desaparece de su cauce. Las caravanas de Temá lo buscan… pero queda burlada su esperanza y, al llegar, se ven decepcionados. (cf. Job 6,15-20).
Hubiéramos querido un Dios complaciente, que se hiciera garante de nuestros sueños. Él, por el contrario, intenta liberarnos de nuestras ilusiones, sacarnos de nuestra mezquindad, de nuestros horizontes estrechos, de nuestros vanos deseos, para involucrarnos en sus proyectos. La oración se convierte así en una lucha con el Señor, como la sostenida por Jacob durante toda una noche junto al vado del Yaboc (cf. Gén 32,23-33). Sale vencedor quien se rinde a Dios.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Nuestro Padre sabe lo que necesitamos”.
Primera Lectura: Génesis 18,20-32
20En aquel tiempo dijo el Señor: “La denuncia contra Sodoma y Gomorra es seria y su pecado es gravísimo. 21Voy a bajar para averiguar si sus acciones responden realmente a la denuncia”. 22Los hombres se volvieron y se dirigieron a Sodoma, mientras el Señor seguía en compañía de Abrahán. 23Entonces Abrahán se acercó y dijo: “¿De modo que vas a destruir al inocente con el culpable? 24Supongamos que hay en la ciudad cincuenta inocentes, ¿los destruirías en vez de perdonar al lugar en atención a los cincuenta inocentes que hay en él? 25¡Lejos de ti hacer tal cosa! Matar al inocente con el culpable, confundiendo al inocente con el culpable. ¡Lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no hará justicia?” 26El Señor respondió: “Si encuentro en la ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos”. 27Abrahán repuso:“Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. 28Supongamos que faltan cinco inocentes para los cincuenta, ¿destruirás por cinco toda la ciudad?”. Contestó: “No la destruiré si encuentro allí los cuarenta y cinco”. 29Abrahán insistió: “Supongamos que se encuentran cuarenta”. Respondió: “No lo haré en atención a los cuarenta”. 30Abrahán siguió: “Que no se enfade mi Señor si insisto. Supongamos que se encuentran treinta”. Respondió: “No lo haré si encuentro allí treinta”. 31Insistió: “Me he atrevido a hablar a mi Señor. Supongamos que se encuentran veinte”. Respondió: “No la destruiré, en atención a los veinte”.32Abrahán siguió: “Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. Supongamos que se encuentran allí diez”. Respondió: “En atención a los diez no la destruiré”.
Abrahán no es solamente un modelo de fe y de hospitalidad, como hemos visto el domingo pasado, sino también de oración. Un día el Señor le revela su decisión de ir a Sodoma y verificar las noticias que le han llegado sobre la maldad de sus habitantes. En aquella ciudad Abrahán tiene un sobrino y se preocupa de lo que pueda sucederle. Se dirige, pues, al Señor y comienza a interceder para que Sodoma no sea destruida
La escena es descrita con el acostumbrado lenguaje florido de los orientales. Parece que estamos presenciando el regateo entre dos comerciantes del suq de la ciudad vieja de Jerusalén. Abrahán rebaja el precio; primero desciende de cincuenta a cuarenta y cinco y, visto que el Señor está dispuesto a regatear, se anima y comienza de nuevo a rebajar, no de cinco en cinco sino de diez en diez.
En realidad, el mensaje teológico de este delicioso regateo es profundo: intenta poner de relieve la magnanimidad de Dios, aquella infinita misericordia que el hombre descubre progresivamente, justamente durante la oración.
Seguramente nos preguntaremos con curiosidad por qué Abrahán se habrá parado a los diez justos.Jeremías y Ezequiel se atreverán a rebajar más el precio; intuirán que Dios perdonaría a su pueblo si se encontrara un solo justo: “Recorran las calles de Jerusalén, miren, comprueben, busquen en sus plazas a ver si hay alguien que respete el derecho y practique la sinceridad; y lo perdonaré” (Jer 5,1; Ez 22,30).
Hoy, ese único Justo ya lo hemos encontrado y, por tanto, estamos seguros del perdón de Dios.
Segunda Lectura: Colosenses 2,12-14
Hermanos, 12ustedes han sido sepultados con Cristo Jesús en el bautismo y en resucitar con él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó a él de la muerte. 13Ustedes estaban muertos por sus pecados y la incircuncisión carnal; pero Cristo los hizo revivir con él, perdonándoles todos los pecados. 14Canceló el documento de nuestra deuda con sus cláusulas adversas a nosotros, y lo quitó de en medio clavándolo consigo en la cruz.
Si en los archivos de algún juez se conservara un documento con todas nuestras transgresiones a las leyes, no viviríamos tranquilos. Sería como una bomba de relojería. Un día podría salir a la luz esta documentación trayéndonos ciertamente la ruina, la condena, la cárcel.
En el cielo, nos dice Pablo, estaba archivado un libro en que figuraban todas nuestras ‘deudas’, ¡tantas deudas! ¿Qué ha hecho Dios? Ha tomado ese documento acusador, lo ha hecho pedazos y lo ha clavado en la cruz. No existen ya motivos para el temor (v. 14). En el Bautismo, nuestra vida antigua, nuestros pecados, han sido destruidos y ahora, resucitados con Cristo, gozamos de una vida completamente nueva.
Evangelio: Lucas 11,1-13
1Una vez estaba en un lugar orando. Cuando terminó, uno de los discípulos le pidió: “Señor, enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos”. 2Jesús les contestó: “Cuando oren, digan: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino; 3el pan nuestro de cada día danos hoy; 4perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos a todos los que nos ofenden; no nos dejes caer en la tentación»”. 5Y les añadió: “Supongamos que uno tiene un amigo que acude a él a media noche y le pide: «Amigo, préstame tres panes, 6que ha llegado de viaje un amigo mío y no tengo qué ofrecerle». 7El otro desde dentro le responde: «No me vengas con molestias; estamos acostados yo y mis niños; no puedo levantarme a dártelo». 8Les digo que, si no se levanta a dárselo por amistad, se levantará a darle cuanto necesita para que deje de molestarlo. 9Y yo les digo: «Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá, 10porque quien pide recibe, quien busca encuentra, a quien llama se le abre. 11¿Qué padre entre ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra? O, si le pide pescado, ¿le dará en vez de pescado una culebra? 12O, si pide un huevo, ¿le dará un escorpión? 13Pues si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!»”.
Ningún evangelista insiste tanto sobre el tema de la oración como Lucas que, hasta siete veces, nos recuerda que Jesús oraba. Está en oración en el momento del Bautismo (cf. Lc 3,21); “se retiraba a lugares solitarios para orar” (Lc 5,16); ha orado antes de la elección de sus discípulos (cf. Lc 6,12) y antes también de pedirle que se pronunciaran sobre su identidad; estaba en oración en el momento de la Transfiguración (cf. Lc 28-29) y cuando enseñó el Padrenuestro (cf. Lc 11,1). Oró, sobre todo, en el momento más dramático de su vida, en Getsemaní (cf. Lc 22,41-46).
Además de estas anotaciones, Lucas nos presenta cinco oraciones de Jesús. De estas quiero recordar las dos, conmovedoras, pronunciadas en la cruz: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,24) y –son sus últimas palabras antes de morir– “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23,46).
Esto basta para demostrar que toda la vida de Jesús ha estado marcada por la oración. La lucidez de sus decisiones, su equilibrio psicológico, la dulzura unida a la firmeza, se explican por su perfecta relación con el Padre, relación establecida mediante la oración. Jesús no ha orado para pedir favores, para recibir un trato de favor frente a las dificultades de la vida; no ha pedido a Dios modificar sus proyectos sino hacerle saber cuál era su voluntad para poder hacerla suya y llevarla a cabo.
El pasaje de hoy es una catequesis acerca de la oración. Comienza presentando el contexto en el que Jesús ha enseñado el Padre nuestro (v. 1). Después, presenta la oración del Señor (vv. 2-4) seguida de una parábola (vv. 5-8) y finalmente siguen las palabras con las que Jesús asegura la eficacia de la oración (vv. 9-13). Examinemos cada una de partes. Antiguamente los movimientos religiosos se caracterizaban no solo por las verdades en que creían y normas éticas que observaban, sino también por una oración que era como la síntesis de su fe y de su propuesta de vida. También el Bautista había enseñado una oración a sus discípulos.
Un día los apóstoles se acercan a Jesús y le piden componer una para ellos (v. 1). Respondiendo a esta petición les enseña el Padre nuestro. ¡La mejor oración de todas –exclaman muchos cristianos– la más bella! Mejor que el Ave María, que la Salve, que el Requiem aeternam, porque ha sido pronunciada por el mismo Jesús. Esta afirmación parte del presupuesto de que el “Padre nuestro” es una fórmula de oración entre otras, aunque sea la más sublime. No es así.
El Padre nuestro no hay que colocarlo junto a otras oraciones sino junto al Símbolo Apostólico porque, como el Símbolo, es un compendio de fe y de vida cristiana. En la Iglesia primitiva los catecúmenos lo aprendían directamente de labios del obispo. Era la sorpresa, el regalo que él hacía a quienes habían pedido y finalmente aceptados para convertirse en cristianos. Lo entregaba a los catecúmenos ocho días antes de su Bautismo y, éstos, durante la celebración de la noche de Pascua, lo restituían, es decir, lo recitaban por primera vez junto a la comunidad. Por eso, sería bello recitar frecuentemente el Padre nuestro junto a la fuente bautismal.
- “Padre” (v. 2).
Dime cómo oras y te diré en qué Dios crees. El ateo no reza porque no tiene un interlocutor y considera alienante buscar en otro las soluciones que cada uno puede encontrar por sí mismo. Los creyentes oran, pero de maneras diferentes, de acuerdo con la diferente imagen de Dios que tengan sus respectivas creencias religiosas. Para algunos Dios es una fuerza ciega, impersonal, a veces benéfica, otras maléfica, imprevisible, incluso caprichosa. Para otros, es un interlocutor anónimo, o un “ente supremo”, o un juez severo, o el dueño absoluto de todas las cosas a quien solo es posible aproximarse acompañado de un ángel o de algún santo que haga de mediador.
Para los cristianos Dios es el Padre, un Padre que nos ha amado desde siempre, desde que “en lo oculto era formado, entretejido en lo profundo de la tierra…y ya tus ojos veían mi ser informe” (Sal 139,15). Cuando los cristianos recurren a Dios-Padre lo hacen directamente y con confianza; no sienten ninguna necesidad de mediaciones o recomendaciones; entran en su casa porque la puerta está siempre abierta y si, como el hijo pródigo, se alejan a veces de Él, saben que pueden regresar y ser siempre bienvenidos (v. 2).
- “Santificado sea tu nombre” (v. 2).
Este es el primer augurio que aflora en los labios del cristiano cuando se dirige al Padre. Revela el incontenible deseo de ver realizado el sueño de Dios. La forma pasiva de la expresión equivale, en el lenguaje bíblico, a: santifica, oh Dios, tu nombre. No nosotros sino Él debe manifestar la santidad de su nombre. ¿Cómo?
A lo largo de los siglos, dice la Biblia, Israel ha profanado el nombre de Dios no porque blasfemaba sino porque, por su infidelidad, le impedía manifestar su Amor y realizar su Salvación (cf. Ez 36,20). El nombre de Dios no es ‘santificado’ o glorificado cuando muchos lo aplauden, o cuando aumenta el número de participantes en las liturgias solemnes y ceremonias en los templos, sino cuando su Salvación llega y transforma a cada persona. Un pobre que obtiene justicia, un corazón liberado del odio, un pecador que vuelve a ser feliz, una familia que recobra la concordia y la paz “santifican el nombre de Dios”, porque son la prueba de que su palabra hace milagros.
En el Padre nuestro, el cristiano espera ardientemente que Dios lleve a pronto cumplimiento la promesa hecha por boca de Ezequiel: “Mostraré la santidad de mi nombre ilustre profanado por las gentes y que ustedes profanaron en medio de ellos… Los recogeré por las naciones y los llevaré a su tierra. Les daré un corazón nuevo y un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Habitarán en las tierras que di a sus padres; ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ez 36,23-38).
Cuando pide “santificado sea tu nombre”, el discípulo declara al Padre la propia disponibilidad a dejarse involucrar, a colaborar con Él para que esta promesa de bienestar se realice. No conoce ni el día ni la hora (cf. Mc 13,32), pero esté seguro de que oración será oída”.
- “Venga tu reino” (v. 2).
La experiencia de la monarquía en Israel ha sido decepcionante, como lo prueban las denuncias dramáticas de los profetas: “Tus jefes son bandidos, socios de ladrones; todos amigos de soborno, en busca de regalos. No defienden al huérfano ni se encargan de la causa de la viuda” (Is 1,23). El pueblo siente la necesidad de un reino nuevo en el que los destinos de la nación no estén regidos por la avidez, por el frenesí de poder, por intereses egoístas, sino por los pensamientos y deseos de Dios.
Comienza, así, la espera del día en que el Señor tomará personalmente en sus manos el destino de su pueblo y se convertirá en rey. El salmista canta las maravillas de este reino cuando desea que en aquel día: “cunda la prosperidad, y haya prosperidad hasta que falte la luna… Haya en el campo trigo abundante, que ondee en la cima de los montes… y retoñe como hierba del campo” (Sal 72, 7.16). También los profetas sueñan con este reino: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que dice a Sion: «Ya reina tu Dios»!” (Is 52,7).
La espera, en tiempos de Jesús, era febril. En la tercera de las dieciocho bendiciones, los israelitas piadosos piden al Señor: “Desde tu lugar, Oh Dios, resplandece y reina sobre nosotros, porque esperamos que tú reines en Sion”. Las esperanzas suscitadas por las profecías, sin embargo, generan también ilusiones, falsas expectativas, malentendidos que dan lugar a revueltas insensatas que terminan en baños de sangre.
No es de “este mundo” el reino que constituye el núcleo de la predicación de Jesús. En el Nuevo Testamento se habla del “reino de Dios” nada menos que 122 veces, 90 de ellas por boca de Jesús. Él afirma: “Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, es que ha llegado a ustedes el reino de Dios” (Lc 11,20) y proclama: “El reino de Dios…está entre ustedes” (Lc 17, 21).
Aunque el tiempo de la espera ha terminado, no obstante el cristiano continúa impetrando su venida, porque el reino de Dios está en sus comienzos, debe desarrollarse y crecer en cada persona como semilla del bien, de amor, de reconciliación, de paz. La oración le hace evitar trágicos equívocos; lo ayuda a discernir entre los reinos de este mundo (que están siempre alagándolo y seduciéndolo) y el reino de Dios.
- “El pan nuestro de cada día, danos hoy” (v. 3).
Entre los pueblos orientales, donde cada grupo familiar tenía su propio horno, el pan era más que un simple alimento a consumir. Evocaba sentimientos, emociones, relaciones de amistad que nosotros, hoy, ignoramos. Era una llamada a la generosidad y al compartir con los más pobres: no se podía comer el pan en soledad (cf. Job 13,17). La hogaza debía ser siempre compartida con el hambriento (cf. Is 58, 7).
El pan era sagrado, no podía ser tirado a la basura, no se cortaba con el cuchillo; se partía delicadamente. Solo manos humanas eran dignas de tocarlo porque tenía algo de sagrado: el trabajo del hombre y de la mujer, la bendición divina de una tierra fértil y la lluvia y el rocío que el Señor les había enviado a tiempo. Es la fatiga del agricultor la que nos da el pan. Entonces, ¿qué pedimos a Dios? ¿Qué trabaje en nuestro lugar? ¿Tiene sentido pedirle algo que nos lo podemos procurar por nosotros mismos? ¿No corremos el peligro de caer en la alienación y en el oscurantismo?
Examinemos cada detalle de la petición: pedimos ‘nuestro’ pan. Del maná nunca se dice que es nuestro: llovía del cielo, era únicamente don de Dios (cf. Ne 9,20). El pan, por el contario, es al mismo tiempo y completamente don de Dios y fruto del sudor, de la fatiga y del sacrificio del hombre y de la mujer. Por eso ellos pueden justamente llamarlo nuestro. El pan bendecido por Dios es aquel producido ‘conjuntamente’ por los hermanos, el obtenido de la tierra que Dios ha destinado a todos y no solo a algunos, el que lleva las lágrimas del pobre explotado.
Rezar el Padre nuestro significa mantener siempre la viva la conciencia de que no puede ser recitado de manera auténtica y sincera por quien solamente piensa en el propio pan, por quien se olvida del pobre, por quien no se compromete en hacer realidad la justicia social.
No puede pedir a Dios ‘nuestro’ pan quien no trabaja, quien vive a costa de los demás. Pedir nuestro pande cada día significa no acaparar alimento para el día siguiente mientras a los hermanos les falta el pan necesario para hoy. Equivale a decir: “Ayúdame, Padre, a contentarme con lo necesario, líbrame de la esclavitud de los bienes y dame la fuerza de compartirlos con los pobres”.
- “Perdona nuestros pecados como también nosotros perdonamos” (v. 4).
Podemos recitar cualquier oración (el Ave María, el Angelus Domini, el Requiem aeternam) con odio en el corazón, pero no el Padre nuestro. El cristiano no puede esperar ser escuchado por Dios si no cultiva sentimientos de amor hacia el hermano. No basta olvidar el mal recibido, se exige más. El cristiano no puede abrirse al Amor del Padre si rechaza reconciliarse con el hermano.
- “Y no nos dejes caer en la tentación” (v. 4).
La tentación de la que pedimos ser librados no se refiere a las pequeñas debilidades, flaquezas y fragilidades de cada día (que por supuesto no están excluidas) sino al abandono de la “lógica del Evangelio” para rendir vasallaje a la “lógica de este mundo”. Las tribulaciones o las persecuciones pueden hacernos tropezar y entrar en crisis; las preocupaciones de la vida y la seducción de los bienes de este mundo pueden sofocar la semilla de la Palabra de Dios. El cristiano no implora estar exento de estas tentaciones, sino que pide no ceder, no dejarse ni siquiera rozar por la idea de abandonar al Maestro.
Después de haber presentado el modelo de oración cristiana, Jesús narra la parábola de un hombre que, con mucha insistencia, va a pedirle a un amigo que le de tres panes (vv. 5-8). Este relato quiere enseñar que la oración obtiene resultados solamente si es prolongada. No porque Dios quiera hacerse rogar por largo tiempo antes de conceder algún don sino porque la persona humana emplea mucho tiempo para asimilar los pensamientos y sentimientos del Señor.
Con frecuencia, nuestras oraciones no son sino un intento tras otro de convencer a Dios para que cambie sus planes, para que los acomode a los nuestros, para que corrija sus ‘descuidos’ e ‘injusticias’ con respecto a nosotros.
Si hablamos largamente con Él, terminaremos por comprender su Amor y por aceptar sus designios. La oración no cambia a Dios sino que abre nuestra mente, modifica nuestro corazón. Esta transformación interior no puede realizarse, a excepción de milagros improbables, en pocos instantes. Es muy difícil renunciar a nuestra manera de leer los acontecimientos. Nos cuesta aceptar la luz de Dios. Somos ciegos, no somos capaces (o no queremos) ver. Los caminos de Dios no son siempre fáciles y placenteros; requieren la conversión, esfuerzos, renuncias, sacrificios. Para lograr la adhesión interior a la voluntad del Señor, para llegar a ver con sus ojos los acontecimientos de nuestra vida, es necesario orar…por mucho tiempo.
Hemos llegado a la última parte del evangelio de hoy (vv. 9-13). La oración cristiana es siempre escuchada, dice Jesús, y sin embargo nuestra experiencia no parece confirmar esta afirmación.
El tema de la insistencia en la oración es retomado mediante tres imágenes: pedir, buscar y llamar a la puerta. La oración produce siempre resultados prodigiosos e inesperados. Pero no cultivemos vanas esperanzas. Fuera de nosotros mismos, todo seguirá su curso como antes (la enfermedad continuará, el daño sufrido no desaparecerá, las heridas y traiciones producirán dolor…), pero dentro de nosotros mismos todo será distinto. Si la mente y el corazón no son ya los mismos, si los ojos con que contemplamos nuestra situación, el mundo, a los hermanos son distintos, más puros, más “divinos”, la oración ha obtenido resultado, ha sido escuchada.
Recuperada la serenidad y la paz interior, también las heridas psicológicas y morales se irán restañando rápidamente y también las enfermedades orgánicas, ¿por qué no?, podrán curarse más fácilmente.