Sexto Domingo de Pascua – Año C
EL ESPÍRITU SACA SIEMPRE COSAS NUEVAS DEL EVANGELIO
Introducción
Ante la ‘rampante ignorancia religiosa’, algunos han propuesto volver al ‘Catecismo de la Doctrina Cristiana’ editado por Pío X en 1913, con sus 433 preguntas y respuestas, síntesis de todos los temas de la teología y de la moral. Este compendio ha marcado ciertamente una época, pero nos preguntamos si tendría sentido proponer las verdades de fe con lenguaje e imágenes anticuadas, pertenecientes a unos tiempos tan alejados de los nuestros.
En el discurso de apertura del Concilio, el Papa Juan XXIII recordaba un principio fundamental: “Una cosa son las verdades de fe y otra es la manera en que se formulan”. La misión de la Iglesia es la de hacer inteligibles estas mismas verdades a los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los lugares empleando su lenguaje, su cultura, sus imágenes, su modo de pensar. Es ésta una empresa ardua y delicada por venir inevitablemente acompañada de tensiones, malentendidos, pero indispensable y que puede ser felizmente llevada a término porque en la Iglesia está presente el Espíritu de la verdad que Cristo anima.
El replegarse sobre el pasado, el miedo a la novedad, la visión pesimista del presente, las previsiones sombrías sobre el futuro no son signos de amor y fidelidad a la Tradición sino sinónimos de escasa fe en la obra del Espíritu. El Papa Juan XXIII desconfiaba de los profetas de ‘mal agüero’ e invitaba a contemplar los ‘frutos del Espíritu’ presentes, no solo en la Iglesia, sino dondequiera que haya ‘amor’, ‘alegría’, ‘paz’, ‘paciencia’, ‘benevolencia’, ‘bondad’, ‘fidelidad’, ‘delicadeza’, ‘autodominio’.
- Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Creo en la obra del Espíritu Santo que renueva toda la tierra”.
Primera Lectura: Hechos 15,1-2.22-29
1Algunos venidos de Judea enseñaban a los hermanos que, si no se circuncidaban según el rito de Moisés, no podían salvarse. 2Pablo y Bernabé tuvieron una fuerte discusión con ellos; de modo que se decidió que Pablo y Bernabé con algunos más acudieran a Jerusalén, para tratar este asunto con los apóstoles y los ancianos. 22Entonces los apóstoles, los ancianos y la comunidad entera decidieron escoger algunos dirigentes de los hermanos, para enviarlos con Pablo, Bernabé, Judas, por sobrenombre Barsabás, y Silas a Antioquía. 23Les dieron una carta autógrafa que decía: “Los hermanos apóstoles y ancianos saludan a los hermanos convertidos del paganismo de Antioquía, Siria y Cilicia. 24Nos hemos enterado de que algunos de los nuestros, sin nuestra autorización, han sembrado entre ustedes la inquietud y provocado el desconcierto. 25Por eso hemos decidido de común acuerdo elegir unos delegados y enviárselos con nuestros queridos Bernabé y Pablo, 26hombres que han entregado su vida a la causa de nuestro Señor Jesucristo. 27Por eso les enviamos a Judas y Silas, que les explicarán esto de palabra. 28Es decisión del Espíritu Santo y nuestra no imponerles ninguna carga más que estas cosas indispensables: 29absténganse de alimentos ofrecidos a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de relaciones sexuales prohibidas. Harán bien si se privan de estas cosas. Adiós”.
Las tensiones entre tradicionalistas e innovadores no son una novedad del periodo postconciliar sino que han existido siempre en la Iglesia, incluso en sus orígenes. Aunque dolorosas, son inevitables y pueden convertirse en oportunidad de crecimiento si se gestionan con sabiduría, respeto y caridad. La lectura se refiere a las tensiones que surgieron en la Iglesia del siglo I.
La comunidad estaba formada (y frecuentemente dividida entre sí) por cristianos provenientes del judaísmo y por cristianos provenientes del paganismo. La relación entre estos dos grupos no era para nada pacífica, llegando incluso, en algunos lugares, a celebrar separadamente la Eucaristía. El motivo del desacuerdo queda expuesto al comienzo de la lectura: los hebreos que habían abrazado la fe exigían de los cristianos de origen pagano el cumplimiento escrupuloso de todas las disposiciones de la Ley del Antiguo Testamento y de las añadiduras de los rabinos. Los neo-convertidos del paganismo no querían saber nada con esta complicadísima maraña de preceptos y sostenían que, para salvarse, era suficiente la fe en Jesús. Cada pueblo, pensaban, tenía el derecho a vivir según sus tradiciones y cultura. Si los hebreos querían hacerse circuncidar, allá ellos; si les repugnaba comer carne de cerdo, que se abstuvieran, pero sin fastidiar a quienes no tenían semejantes escrúpulos.
Las discusiones sobre estos temas nunca eran serenas y comedidas; pronto se encendían los ánimos, se alzaban las voces, se proferían insultos y siempre había una cabeza loca en el grupo que de las palabras pasaba a los hechos. Para complicar más las cosas, los hebreos eran conscientes de contar con el apoyo de la ‘jerarquía’: Pedro, los apóstoles y sobre todo Santiago, el ‘hermano del Señor’, pertenecían al grupo de los tradicionalistas. La situación estaba a punto de estallar. ¿Qué hacer? Se reunieron para examinar el problema y llegaron a un acuerdo: los cristianos procedentes del paganismo quedaban desvinculados de todas las tradiciones de los hebreos; sin embargo, en las comunidades mixtas se debía evitar comer carnes inmoladas a los ídolos, consumir sangre o comer animales sofocados y contraer matrimonio entre personas vinculadas por cualquier tipo de parentesco (v. 29). Se trataba de cuatro acciones muy repugnantes para los hebreos y, para evitar herir su sensibilidad, se recomendaba a los no hebreos evitarlas. De la misma manera que a nadie se le ocurriría hoy festejar la conversión de un musulmán con un banquete de embutidos y whisky. Ciertas costumbres están muy enraizadas y merecen respeto.
El mensaje de la lectura es muy importante y actual: es fácil confundir el Evangelio con la envoltura cultural de la que viene revestido y distinguir el uno de la otra no es siempre factible, como lo demuestra la historia de la evangelización de los países de misión. Los condicionamientos culturales inducen a considerar evangélico lo que el pueblo al que pertenecemos entiende normal, razonable, justo. En una cuestión tan complicada como ésta, quizás pueda ayudar una regla muy simple: el bautizado tiene que abandonar todo lo que es claramente contrario al Evangelio (la venganza, la poligamia, el adulterio, el aborto…). Lo que, por el contrario, está conforme o es indiferente al Evangelio puede ser mantenido, aunque personas de otra cultura lo consideren ilógico o irracional. Finalmente, hay que estar muy atentos a no juzgar como anti-evangélico lo que resulta poco comprensible para la propia cultura.
Segunda lectura: Apocalipsis 21,10-14.22-23
10Uno de los ángeles me trasladó en éxtasis a una montaña grande y elevada y me mostró la Ciudad Santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, de Dios, 11resplandeciente con la gloria de Dios. Brillaba como piedra preciosa, como jaspe cristalino. 12Tenía una muralla grande y alta, con doce puertas y doce ángeles en las puertas, y grabados los nombres de las doce tribus de Israel. 13A oriente tres puertas, al norte tres puertas, al sur tres puertas, a occidente tres puertas. 14La muralla de la ciudad tiene doce piedras de cimiento, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero… 22No vi en ella templo alguno, porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero son su templo. 23La ciudad no necesita que la ilumine el sol ni la luna, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero.
Los destinatarios del libro del Apocalipsis eran los cristianos en dificultad a causa de las persecuciones. Para infundirles ánimo, el autor les relata la visión que ha tenido acerca del final de los tiempos. En el pasaje del domingo pasado, Juan imaginaba al pueblo de Dios como una bellísima esposa. Hoy lo compara a una espléndida ciudad, Jerusalén (vv. 10-11) de la que describe todas sus características: las murallas, los fundamentos, las doce puertas abiertas a los cuatro puntos cardinales. Esta última anotación es significativa: el número cuatro en la Biblia significa universalidad y la puerta, naturalmente, se refiere a la posibilidad de entrada. El valor de la imagen es claro: el pueblo de Dios se extiende por todo el mundo –Norte, Sur, Oriente y Occidente– acoge a todas las personas, elimina toda separación, rechaza todo lo que divide o discrimina.
Muy significativo es que en esta ciudad no hay templo. En el cielo no habrá más ritos, ceremonias, prácticas religiosas; el ser humano no tendrá ya más necesidad de mediaciones pues encontrará a Dios cara a cara. El mal, el dolor, las tinieblas serán eliminadas. También nuestros templos, nuestras liturgias, nuestros solemnes gestos sagrados están todos destinados a desaparecer. No lo olvidemos para no absolutizarlos y para darnos cuenta de la precariedad de nuestra vida. Nos recuerdan nuestra condición de peregrinos en este mundo, nuestra situación de extranjeros todavía lejos de nuestra morada definitiva.
Evangelio: Juan 14, 23-29
23En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él. 24Quien no me ama no cumple mis palabras, y la palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. 25Les he dicho esto mientras estoy con ustedes. 26El Defensor, el Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, les enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho. 27La paz les dejo, les doy mi paz, y no como la da el mundo. No se inquieten ni se acobarden. 28Oyeron que les dije que me voy y volveré a visitarlos. Si me amaran, se alegrarían de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. 29Les he dicho esto ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda, crean. 30Ya no hablaré mucho con ustedes, porque está llegando el príncipe del mundo. No tiene poder sobre mí, 31pero el mundo tiene que saber que yo amo al Padre y hago lo que el Padre me encargó. ¡Levántense! Vámonos de aquí”.
Una lectura precipitada del evangelio de hoy puede darnos la impresión de encontrarnos frente a una serie de frases desconectadas entre sí y alejadas de los problemas de nuestra vida de cada día. El relato, sin embargo, no es confuso o abstracto; es en realidad muy denso. Veamos de traducirlo en términos más simples.
Comencemos con aclarar la frase del v. 25: “Les he dicho esto mientras estoy con ustedes”. Estamos, por tanto, en la Última Cena y resulta sorprendente oír a Jesús decir: mientras estoy con ustedes. Es evidente que aquí no es el Jesús histórico el que está hablando sino el Resucitado, el Señor que se dirige a las comunidades del tiempo de Juan, sometidas a la dura prueba de la persecución, turbadas por las defecciones, infidelidades, incipientes herejías y, sobre todo, desilusionadas porque el tan esperado regreso del Señor no se realizaba.
La afirmación inicial “Quien recibe y cumple mis mandamientos, ése sí que me ama” …hay que situarla en el contexto. Uno de los discípulos –Judas, no el Iscariote– ha dirigido a Jesús una pregunta: “Señor ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?” (v. 22). Todos en Israel esperaban a un Mesías que, haciendo prodigios espectaculares, asombrara al mundo entero.
Frente a la actitud humilde y resignada con que Jesús se ha presentado siempre –no ha gritado, no ha hecho oír su voz en plazas y mercados (cf. Mt 12,19), no ha querido que sus milagros fueran divulgados– los apóstoles se han hecho muchas veces la pregunta que, en la Última Cena, en nombre de todos, formula Judas. Tampoco sus familiares de Nazaret han comprendido su absurdo afán por pasar desapercibido. Un día le dijeron: “Trasládate de aquí a Judea para que también tus discípulos vean las obras que realizas. Porque cuando uno quiere hacerse conocer no actúa a escondidas. Ya que haces tales cosas, manifiéstate al mundo” (Jn 7,4). Tampoco los cristianos de las comunidades del Asia Menor, a finales del siglo I, comprenden la razón por la que Jesús no regresa sobre las nubes del cielo para manifestar clamorosamente quién es Él y qué es capaz de hacer.
A estas dudas e incertidumbres Jesús responde: “Si alguien me ama cumplirá mi palabra, mi Padre lo amará, vendremos a él y habitaremos en él” (vv. 22-23). Jesús quiere manifestarse, juntamente con el Padre, no haciendo prodigios, sino viniendo y habitando en sus discípulos. Hay que estar atentos y no materializar esta afirmación. Para entenderla hay que referirse a otra frase pronunciada por Jesús durante la Última Cena: “Créanme que yo estoy en el Padre y que el Padre está en mí; si no, créanlo por las mismas obras” (Jn 14,10-11). Jesús aporta como prueba de su unidad con el Padre las obras que realiza. No se refiere a milagros, como estaríamos inclinados a pensar. Él no apela nunca a prodigios para demostrar que es “una sola cosa” con el Padre; se refiere a todo lo que hace.
Sus gestos son siempre y únicamente obras de Amor; tienden a liberar al hombre de toda clase de esclavitudes a las que está sometido: la del pecado, la de la enfermedad, la de la superstición, la de la discriminación religiosa y social. Esta obra de liberación es la misma que, según el Antiguo Testamento, el Señor ha llevado a cabo en favor de su pueblo. Israel ha conocido a su Dios como el protector de los últimos, de los débiles, de los extranjeros, de los huérfanos y las viudas. Si Jesús realiza estas mismas acciones quiere decir que Dios está en Él y Él en Dios.
¿Qué quiere decir, pues, que Jesús y el Padre habitan en nosotros? Quiere decir que, después de haber escuchado la palabra del Evangelio, nosotros recibimos la vida de Dios, su Espíritu, y sentimos el impuso de realizar las mismas obras que Jesús y el Padre, convirtiéndonos en liberadores de nuestros hermanos y hermanas. Por eso no es difícil reconocer cuándo en una persona están presentes y actuando Jesús y el Padre.
En el versículo siguiente Jesús promete el Espíritu Santo, el Defensor que “les enseñará todo y les recordará todo lo que (yo) les he dicho” (v. 26). Dos son las funciones del Espíritu. Comencemos por la primera, la de enseñar. Jesús no ha podido explicitar y explicar todas las consecuencias de su mensaje. En la historia de la Iglesia –Él lo sabía– surgirían situaciones siempre nuevas, se plantearían complejos interrogantes. Pensemos, por ejemplo, cuántos problemas concretos esperan hoy una luz del Evangelio (bioética, diálogo interreligioso, difíciles decisiones morales…).
Jesús asegura que sus discípulos encontrarán siempre una respuesta a sus interrogantes, una respuesta conforme a sus enseñanzas… si saben escuchar su Palabra y mantenerse en sintonía con los impulsos del Espíritu presente en ellos. Necesitarán mucho coraje para seguir sus indicaciones porque, frecuentemente, Él les pedirá cambios de rumbo tan inesperados como radicales. El Espíritu, sin embargo, no enseñará otra cosa que el Evangelio de Jesús.
A la luz de otros textos de la Escritura, el verbo enseñar adquiere, sin embargo, un sentido más profundo. El Espíritu no instruye como lo hace un profesor en clase. Él enseña de manera dinámica, se transforma en impulso interior, orienta de modo irresistible hacia la dirección justa, estimula al bien, lleva a tomar decisiones conformes con Evangelio. “El Espíritu los guiará hasta la verdad plena”, afirma Jesús en la Última Cena (Jn 16,13). Y en su primera Carta, Juan clarifica: “Ustedes conserven la unción que recibieron de Jesucristo y no tendrán necesidad de que nadie les enseñe; porque su unción, que es verdadera e infalible, los instruirá acerca de todo” (1 Jn 2,27-28).
La segunda función del Espíritu Santo es la de recordar. Existen muchas palabras de Jesús que, aunque se encuentran en los evangelios, corren el peligro de ser soslayadas u olvidadas. Ocurre, sobre todo, con aquellas propuestas evangélicas que no son fáciles de asimilar porque van contra el sentido común del mundo. Un ejemplo: Hasta no hace muchos años, muchos cristianos distinguían aun entre guerras justas e injustas y hablaban incluso de “guerras santas”. Aprobaban el recurso a las armas para defender los propios derechos. Sostenían la licitud de la pena de muerte para los criminales. Hoy, afortunadamente, quienes piensan así son los menos.
¿Cómo es posible que los discípulos de Cristo se hayan olvidado por tanto tiempo de las palabras clarísimas del Maestro que prohibía toda forma de violencia contra el hermano? Y sin embargo así ha sido. El Espíritu interviene para recordar, para llamar la atención de los discípulos sobre lo que Jesús ha dicho: “Amen a sus enemigos, traten bien a quienes los odian… Al que te golpee en una mejilla…” (Lc 6,27-29). Por muchos siglos los cristianos han hecho oídos sordos a la llamada del Espíritu. Pero, hoy, quien intenta justificar el recurso a la violencia se encuentra cada vez más solo y más presionado por la voz del Espíritu que le recuerda las palabras del Maestro. Los ejemplos que dan cuenta del modo en que nos ‘olvidamos’ de las palabras de Jesús podrían multiplicarse. Sería oportuno que, a la luz del Espíritu, cada uno de nosotros intente hacer un ejercicio de memoria. Jesús ha dejado en heredad a sus discípulos el Mandamiento del Amor.
Ahora les deja también su paz: “La paz les dejo, les doy mi paz, y no como la da el mundo” (v. 27). Jesús pronuncia estas palabras cuando el Imperio romano está en paz; no hay guerras; todos los pueblos han sido sometidos a Roma. Y sin embargo, no es ésta la paz que Él promete. Ésta es la paz del mundo, basada en la fuerza de las legiones, no en la justicia. Es la paz que aprueba la esclavitud, la marginación, la opresión a los vencidos, la prepotencia de los vencedores.
La paz prometida por Jesús se realiza cuando se establecen entre los hombres relaciones nuevas; cuando la voluntad de competir, de dominar, de ser los primeros cede el puesto al servicio, al amor desinteresado por los últimos. Las comunidades cristianas son llamadas a ser el lugar donde todos puedan experimentar el comienzo de esta paz.
La última parte del pasaje (vv. 28-29) es más bien enigmática: no es fácil entender por qué los discípulos deberían alegrarse por la marcha de Jesús y qué quiere decir cuando éste afirma que el Padre es mayor que Él. Comencemos a explicar la alegría. Notemos, ante todo, que esta alegría la siente solo quien ama a Jesús. “Si me amaran” significa: si estuvieran en sintonía con mis sentimientos, si compartieran mis pensamientos y proyectos, se alegrarían porque estoy a punto de llevar a cumplimiento la misión que el Padre me ha encomendado. La muerte del Maestro asusta a los discípulos porque éstos no han sido todavía iluminados por el Espíritu Santo, no comprenden que su gesto de Amor dará comienzo a un mundo nuevo caracterizado por su paz.
La afirmación acerca de la inferioridad de Jesús respecto al Padre se explica con el lenguaje usado por los rabinos. Éstos hablan de superioridad e inferioridad para distinguir al enviado de quien lo envía. Mientras esté en el mundo, no ha llevado a término su misión. Hasta que no vuelva al Padre, Jesús es el ‘inferior’, es decir, el enviado del Padre.